MUTE
- MOKA

- 28 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Desde pequeña, Alma había vivido en un mundo de sonidos que se arremolinaban a su alrededor, pero que rara vez lograban escapar de sus propios labios. Las palabras parecían atraparse en su garganta, como si fueran mariposas demasiado tímidas para volar. Mientras los demás hablaban con fluidez y risas, ella miraba, escuchaba, y construía puentes de ideas que nunca cruzaban al otro lado.
No era que no supiera qué decir, lo sabía todo demasiado bien. En su mente las frases eran completas, hermosas incluso. Pero al tratar de pronunciarlas, el mundo se volvía torpe y pesado, como si alguien hubiese cambiado las reglas de cómo usar la voz.
En la escuela, los demás niños no entendían por qué Alma prefería dibujar en una esquina en lugar de jugar tenta. Sin embargo, sus ideas eran tan brillantes que lograron captar la atención de la maestra, quien, con el tiempo, se ganó la confianza de la pequeña.
Alma sentía algo diferente con su maestra. Ella la miraba a los ojos cuando hablaba, como si realmente escuchara. Esa conexión le dio la seguridad para liberar algunas palabras, tímidas al principio, pero pronto acompañadas de carcajadas. Era un pequeño triunfo que llenaba su pecho de calidez.
Sin embargo, al llegar a casa, todo cambiaba.
Al abrir la puerta de la casa, el silencio era abrumador, casi tangible. En ese refugio de soledad, Alma finalmente se permitía soltar todas las palabras atrapadas durante el día, confiada en la seguridad de estar sola. Pero la calma se interrumpió con el sonido de alguien entrando.
Alarmada, Alma corrió hacia la entrada. Allí estaba ella, con un gesto de mal humor que hablaba más fuerte que cualquier saludo. Ella, ansiosa por compartir su día, comenzó a contarle todo mientras la seguía de cerca. Sin detenerse, élla se dirigió directamente al baño, dejando un rastro de cansancio.
Alma se sentó afuera de la puerta del baño, hablando apresuradamente, intentando comprimir las historias de su día en menos de un minuto, mientras el humo de un cigarro escapaba por debajo de la puerta. Cuando élla salió, Alma continuó, persiguiendo su atención con mil anécdotas, pequeñas y grandes.
Sin decir mucho, élla caminó hasta la sala, encendió la televisión y buscó una película de acción. Ahora hablaba, pero no con Alma: le hablaba a la pantalla. Alma, sin rendirse, seguía a su lado, contando historias que tal vez élla nunca escucharía,
Pero pronto la voz de ella, afilada como un cuchillo, la cortaba en seco:
—¡Cállate! ¿No ves que estoy viendo una pelicula?
La reacción era inmediata: Alma se encogía, como si las palabras mismas hubieran salido para golpearla en lugar de ser oídas. Pero, algunas veces, el silencio no era suficiente para calmar el enojo. Si insistía, si alguna palabra más lograba escapar, la respuesta llegaba como un golpe seco en la mesa o, peor aún, en la mejilla.
Hablar, en casa, no solo era inútil. Era un peligro.
Con el tiempo, Alma aprendió a medir el ambiente, como un marinero que intuye una tormenta en el horizonte. Sabía cuándo sus historias debían quedarse encerradas, cuándo debía limitarse a asentir y desaparecer en su cuarto. Pero la necesidad de compartir no desaparecía. En las noches, hablaba en susurros a las paredes, contando sus sueños y pensamientos al vacío, donde nadie podía herirla por intentar ser escuchada.
Había días en los que incluso el susurro le traía lágrimas a los ojos. Las palabras seguían siendo suyas, pero dolían, porque habían aprendido a tener miedo.
Alma siempre había sacado buenas notas, y gracias al apoyo de su maestra, poco a poco empezó a ganar confianza para hablar en público. Para Alma, pararse frente a sus compañeros y compartir sus ideas era un logro inmenso, el más grande que había alcanzado hasta ese momento. Estaba emocionada, deseando con todo su corazón correr a casa y contarle a su familia, gritarles con orgullo lo que había conseguido.
Pero cuando lo intentó, las palabras se quedaron atoradas. No encontró alegría en sus logros, porque el miedo al juicio y a las burlas silenció esa felicidad. Lo que para ella era una victoria, temía que para los demás no fuera más que motivo de burla. Y así, Alma se quedó callada, con su logro empañado por la incertidumbre de no poder celebrarlo sin temor.
Era difícil hablar, muy difícil, en un mundo donde las burlas parecían más rápidas que las palabras de aliento, donde los logros eran minimizados y las emociones, invalidadas. En casa, todo parecía girar en torno a problemas más grandes, y los pequeños triunfos como el de Alma pasaban desapercibidos, como si no importaran. La soledad que nacía de no ser escuchada le pesaba más que cualquier miedo.
Con el tiempo, Alma entendió que encontrar su voz no era solo un acto de valentía, sino también una lucha constante contra un entorno que no siempre estaba listo para escucharla. Pero hasta que ese mundo aprendiera a escuchar, cada palabra que lograra decir sería una batalla ganada, aunque nadie más lo entendiera..







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